Las últimas semanas, hemos oído con frecuencia de pueblos enteros aislados
por la nieve y las inclemencias meteorológicas. En la vida cotidiana hablamos de
aislarnos, o de estar aislados, como sinónimos de una profunda separación de los
demás. Nos sentimos islas, con un gran vacío en derredor. Estamos incomunicados
por una decisión personal o debido quizáa un castigo inconsciente de los
demás.
El teólogo y poeta americano Thomas Merton escribió un libro muy
interesante titulado “Los hombres no son islas” en el que describe nuestras
profunda, invisible y fecunda vinculación con las personas que nos rodean, y más
allá con todo el género humano por más que intentemos alejarnos, aislarnos o
desvincularnos de los demás.
No somos islas, formamos parte de una sociedad, y aunque no lo sospechemos,
aunque no lo queramos, e incluso aunque tratemos de evitarlo, nuestros actos, de
cualquier signo, tienen una repercusión directa o indirecta sobre los demás y
sobre nuestro entorno. Como la piedra arrojada al estanque, nuestros actos, en
ondas imperceptibles se extienden y alcanzan a quienes nos rodean, e
inversamente esas mismas personas, nuestro ambiente social y las noticias que
nos llegan de los lugares más lejanos, afectan de una manera u otra nuestro
pensamiento, lo que sentimos y cómo actuamos. Los ecos del reciente cataclismo
de Haití son un claro ejemplo que sirve para preguntarnos en que medida algo tan
lejano ha influido o está influyendo en nosotros.
Es evidente que no podemos
aislarnos de los demás por muy solos que nos encontremos, por muy alejados que
estemos, pero es igualmente evidente que nadie puede tampoco aislarnos
completamente de la comunidad. Nos pueden negar el saludo y la palabra, nos
pueden incluso encerrar o incomunicar, o sencillamente pueden crear el vacío en
torno a nosotros con su silencio, pero, nadie puede poner rejas a nuestros
pensamiento ni a nuestros sentimientos. Gracias a ello las víctimas de
secuestros y encierros han podido resistir la privación de libertad en celdas de
castigo o en zulos terroristas. Con sus pensamientos, con sus emociones con el
recuerdo de sus vivencias han podido lanzar puentes hacia el exterior y sentirse
unidos a sus familias, a sus amigos, a sus iguales, sin olvidar que el
sentimiento de odio o venganza hacia el enemigo también es otra forma de
sentirse vinculado.
Aunque de forma teórica estemos siempre dispuestos a comprender lo anterior
y a aceptar que nadie puede aislar a los demás o aislarse a sí mismo de manera
absoluta, que duda cabe que en momentos de nuestra vida podemos llegar a sufrir
un intenso e insoportable sentimiento de aislamiento. Surge entonces la
necesidad de encontrar un eco, alguien con quien desahogarnos, una mano tendida
o sencillamente el convencimiento de que al otro lado, si quisiéramos, alguien
escucharía nuestra voz.
Por eso mismo nos toca también a nosotros vigilar nuestros comportamientos
para no hacer invisibles a los que nos rodean como es el caso del vecino que
cruzamos todos los días en la escalera pero ignoramos su nombre, o el piso en el
que vive, o el caso del compañero de trabajo de quien ignoramos todo de su
familia, de sus gustos o de sus aficiones porque para nosotros sólo son bultos,
seres anónimos.
Cada vez que convertimos a nuestros vecinos de rellano, de cafetería o de
autobús en meras sombras no sólo nos aislamos y aislamos a quienes nos rodean
sino que empequeñecemos nuestros horizontes y las dimensiones de nuestro
mundo.
(Thomas Merton)
*** No somos islas, formamos parte de una sociedad, y aunque no lo sospechemos, aunque no lo queramos, e incluso aunque tratemos de evitarlo, nuestros actos, de cualquier signo, tienen una repercusión directa o indirecta sobre los demás
ResponderEliminary sobre nuestro entorno. ***