En el momento menos lógico, se les ha dado una tarea difícil. Ha colocado sobre sus hombros una obra de irrenunciable y enorme responsabilidad: la de formar y de conducir a los hijos.
Indica el camino, pero no marques el del hijo con derecho propio.
Que tu autoridad sea flexible, tus mandatos justos y tus argumentos comprensibles.
Que tu prohibición se ejerza con cariño… trata de razonar, antes que imponer y opinar sin sentirte infalible. No te pases la vida aleccionando, como si sólo tú fueras el dueño de la verdad.
Exígeles a los hijos de acuerdo con la sensibilidad y el temperamento de cada uno, si algo tienes que imponer, que sea sin herir. Y si algo tienes que decir, que sea sin lastimar.
Enséñales a caminar para cuando no puedan ir llevados de tu mano.
Los hijos llevan retratada la imagen de su hogar, y generalmente obran de acuerdo con ella.
Dedícales tiempo, pues el hijo se siente importante y dichoso de que lo tomes en cuenta.
Hazlos fuertes, no insensibles.
Siémbrales la fe, de raíz y enséñales a usarla, porque con ella la tormenta puede convertirse en calma. El fracaso en victoria. Los defectos en virtudes, y el próximo día puede llegar el milagro del amanecer.
Dale a tu hijo amor todos los días. De niño, sé su protector, de adolescente, sé su maestro y de adulto el sabio.
Cuando el hijo fracasa, no tomes el camino de los reproches, sino de la solución y el aliento.
Si tu hijo triunfa, no tomes el camino de la vanagloria y la superioridad, sino el de lo que tuvo que exigirse y luchar, y lo generoso que fue Dios al premiar su esfuerzo.
Usa el sentido del humor, que desvanece muchas tormentas.
Déjales un campo de acción suficientemente amplio como para que se muevan solos.
Y una libertad con espacio necesario para que crean que están manejando su vida, pero en el fondo sígueles los pasos, enciéndeles las miradas, ajústales el dinero y ábreles el corazón.
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